Está el pobre Frankestein
hasta las mismas narices
de que tanto os asustéis
de sus costuras y cicatrices.
Está hecho de recortes,
de sobras y desperdicios,
sus padres eran pobres
y no conocían el oficio.
No aprendieron medicina
porque no tenían dinero.
En una escuela clandestina
estudiaron de carniceros.
No tenían ni para propinas,
pero querían un heredero,
aunque estaban en la ruina
y vivían en un basurero.
Allí consiguieron encontrar
piezas con las que fabricar
al hijo al que iban a criar,
y ahorrarse así el hospital.
Unas piernas de por aquí,
unos brazos de por allá,
una cabeza sin la nariz
y con un ojo de cristal.
Con empeño y paciencia,
pegamento, aguja e hilo,
y sin tener mucha ciencia
consiguieron su objetivo.
Todo el fruto de su amor
resultó ser ese revoltijo,
era sin duda un horror,
pero también era su hijo.
Lo educaron con amor,
lo educaron con cariño
y la máxima devoción,
a pesar de su desaliño.
Por eso se puede enfadar
si dices que está mal hecho,
pues ofendes a sus papás
que pusieron tanto esmero.
Y como si fuera un ogro,
como esos que conoces,
reacciona de mal modo,
con mil gruñidos y voces:
“¿A que vienen esos temores?
¿Qué es lo que tanto teméis?
Más trozos tiene el choped
y bien que os lo coméis”.
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